Cruzar
el charco en avión nunca ha sido tarea fácil, no logísticamente hablando, ya
que plantarse en ocho horas en Nueva York, sigue siendo uno de esos trucos de
magia que no pretendo entender sino simplemente disfrutar. Sin embargo requiere
de cierta resistencia mental para enfrentarse a los diferentes protocolos de
los aeropuertos, y si además hablamos de Estados Unidos, donde los controles de
seguridad se multiplican exponencialmente, ya requiere de una dosis extra de
paciencia.
Cualquier
guía de viajes que consultes te hará referencia a que los neoyorquinos no son
especialmente simpáticos y que no dudan en mostrar su mal humor si no te
adaptas al ritmo de su ciudad, tanto si es a pie o en coche. Tardar tres
segundos en decidir si quieres el kebab de ternera o cerdo, puede suponer que
te salten el turno en un puesto callejero de comida y pasen de ti hasta que
seas lo suficientemente rápido como para describir el menú exacto que deseas en
lo que dura una exhalación.
La
referencia inmediata que tenemos todo hijo de vecino cuando viajamos a la gran
manzana, es la de las películas peyorativamente definidas como “americanadas”
plagadas de topicazos y clichés: brokers pegados a sus teléfonos móviles
engullendo rápidamente cualquier comida basura por Wall Strett, vagabundos
tirados en mitad de la acera, carteles con protestas raciales en el barrio de
Harlem, nuevos ricos excéntricos con coches descapotables y perros ridículos en
el asiento de atrás, partidos de baloncesto en canchas callejeras a cualquier
hora mientras algún rapero improvisa sus rimas junto a la vaya metálica
perimetral, turistas ataviados con diademas que simulan la corona de la Estatua
de la Libertad, el luminoso horror vacui desproporcionado de Times Square,
rascacielos absurdamente inmensos o el consumismo más voraz y exagerado en la
ciudad más voraz y exagerada del mundo. Es aquí cuando surge el dilema
¿esperaba encontrar en Nueva York todos esos tópicos o tenía la esperanza de
encontrar el lado más humano y amable de la ciudad que no se refleja en las
películas? Por desgracia, una vez comprobado que todos eso tópicos son reales y
no hacen más que reflejar una realidad relativamente decadente, mi postura fue
la de buscar la aguja en el pajar e intentar encontrar esa humanidad que no
conseguía apreciar.
Asumir
que lo que estaba contemplando ante mis ojos era la ciudad gris e inhumana que
ya había supuesto que era tras haber digerido y defecado durante años cine y
series de televisión norteamericanas, fue el ejercicio más fácil e inmediato. Cruzar
en coche de noche el puente que une Queens con Manhattan y ver como aparece
ante tus ojos el inmenso y abrumador skyline neoyorquino, fue
una sensación que me arrancó de la boca un sincero “Wuaaauuu” que pasó del
deslumbramiento al horror en lo que tardé en ser engullido por aquella masa
inhumana de hormigón y cristal. Una ciudad que había entrado en bucle hace ya
muchos años y que se deglutía y regurgitaba a sí misma una y otra vez.
Un amigo
que también había viajado allí antes que yo me dijo: “Efectivamente es como en
las películas... Es la ciudad más consumista del mundo. ¿Qué esperabas
encontrar allí?” Supongo que esa aguja en el pajar.